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La Danza Española vista por Gustavo Doré (3ª parte)



Acompañándose de las elocuentes ilustraciones de Doré, Davillier continúa su recorrido por las danzas españolas con el Bolero, cuyo origen remonta al siglo XVIII, y su invención a un bailarín de la época de Carlos III, Sebastián Cerezo, que lo dio a conocer en 1780, aunque este baile procedería de otros anteriores como la Chacona, la Zarabanda, e incluso las Seguidillas.


Entonces solo se bailaba por parejas en los teatros, donde el bailarín y la bailarina, usando las castañuelas, se enfrentaban tras dar media vuelta, pero el papel principal era siempre el de la bailarina.

Más antiguo y popular era el Fandango, ya conocido desde el siglo XVII, del que se decía que no solo lo bailaban las personas de”baja condición”, sino también las mujeres” más nobles y de encumbrado nacimiento”. Lo podía bailar un hombre solo, o una mujer, o se bailaba también por parejas.


De aquí, la atención de los viajeros pasa de Andalucía a otras regiones españolas, y da comienzo un repaso por el resto de las danzas peninsulares.

De La Mancha destacan las Seguidillas, ya mencionadas anteriormente. Cervantes, en el capítulo XVIII de Don Quijote, dice de ellas que son “la confusión de las almas, el transporte de la risa, la agitación de los cuerpos y finalmente el encanto de todos los sentidos”. Mateo Alemán se refiere a ellas en el “Guzmán de Alfarache”, y algunos tratadistas decían de ellas que eran las danzas más antiguas de España después de las danzas en corro o la Danza Prima. No había comarca que no tuviera su versión de las Seguidillas, aparte de las andaluzas o las manchegas, había seguidillas vascas, zamoranas, gallegas, pasiegas, etc. Y cada modalidad reflejaba el carácter de los habitantes de esa zona. Doré tomó bocetos de ellas en diversos lugares de España.


En Aragón, naturalmente, la Jota, que se cree derivar del pasacalle del siglo XVI. Ejecutada por numerosas parejas que bailan hasta caer rendidas. Ya entonces acompañaban a las celebraciones religiosas, no solamente en la festividad del Pilar, sino también en otras como la Navidad. La Jota, no obstante, no es exclusiva de Aragón. Navarra y Cataluña tienen sus variantes -la sardana, por ejemplo-.

En Valencia, donde siempre hubo una extraordinaria afición a la danza, la jota era el ritmo más popular. Las cacerías que tenían lugar en la Albufera solían terminar con "una copiosa merienda servida sobre la hierba" y el baile de las jotas "al son de la guitarra, de la bandurria y de la dulzaina mora. En ninguna otra parte hemos tenido ocasión de observar, como entonces, en estas fiestas campestres, la alegría y la animación proverbiales de los valencianos". En el siglo XVIII los bailarines valencianos estuvieron muy solicitados, llegando incluso a establecerse una compañía en París, donde despertaron gran admiración.

Tal era la pasión por la jota, que Doré y Davillier fueron asombrados testigos de la siguiente escena:


"Pasábamos por una calle desierta cuando oímos una guitarra, acompañada por el agudo canto de la bandurria y un repiqueteo de castañuelas. Empujamos la puerta entreabierta de una casa de labradores, creyendo que caeríamos en medio de una boda... Era un entierro. En el fondo de la sala divisamos, tendida sobre una mesa cubierta con una alfombra a una niña de cinco o seis años, vestida como para una fiesta. Su cabeza, adornada con una corona de flores de azahar, descansaba sobre un cojín. Creímos al principio que dormía, pero al ver un vaso de agua bendita junto a ella y los grandes cirios que ardían en las cuatro esquinas de la mesa, comprendimos que la pobre criatura estaba muerta. Una mujer joven, la madre, según nos dijeron, vertía ardientes lágrimas sentada al lado del cadáver de su hija.


Sin embargo, el resto del cuadro contrastaba singularmente con esta escena de duelo. Un hombre y una mujer jóvenes, vestidos con el traje de fiesta de los labradores valencianos, bailaban en medio de la sala una jota de las más alegres, acompañándose con sus castañuelas mientras que los músicos y los invitados formaban corro alrededor y los animaban cantando y batiendo palmas.


Nos costaba trabajo comprender estos regocijos al lado del duelo.

-Está con los ángeles- nos dijo uno de sus parientes.


En efecto, en España se considera que los niños que mueren van derechos al Paraíso. Y por eso, al verlos partir hacia Dios, se regocijan en vez de afligirse".

Otro baile de los más antiguos es el de los Gigantes y Cabezudos, descrito por Quevedo en 1609, que evolucionaban por las calles con acompañamiento de castañuelas, flautas y tamboriles.

También el pueblo de Madrid, a pesar de no tener danzas propias, fue siempre un apasionado del baile. Se practicaban los pasos de moda en otras regiones, dándoles un aire propio. Los bailes más populares tenían lugar en las fiestas de San Antonio, San Pedro, San Juan o San Isidro, que recibían el nombre de Verbenas. Las manolas eran famosas por su habilidad para bailar.

Bailes característicos de Castilla la Vieja eran el de las Habas Verdes o el de la Tarasca, este último de orígenes medievales y mencionado por Quevedo y Cervantes. Era una danza parecida a la de las festividades chinas, donde un armazón de madera y tela en forma de dragón que ocultaba a varios hombres evolucionaba por las calles; montada sobre el dragón, trasunto simbólicondel diablo, una muñeca -la tarasca- representaba la figura infamante de Ana Bolena.

Se detallan a continuación los bailes gallegos, "tan vivos y ligeros como los valencianos y los andaluces", acompañados siempre por la gaita, cuyo sonido transporta de alegría con las notas de la Muñeira. Sin ella no hay bodas ni "festa do patrón". La Gallegada o baile de gallegos se conocía y se bailaba mucho en Madrid, pero para verla ejecutar con toda su perfección había que ir a Galicia. Una famosa bolera, Concepción Ruiz, triunfó en París con su compañía bailando la Gallegada.

Las danzas vascas son analizadas con detalle, encontrándose documentadas en un tratado publicado en Francia hacia 1589, o en obras didácticas como "Guipuscoano dantxa" de Juan Ignacio de Iztueta (1824). Se las describe de la siguiente manera: "un compás binario con zapateados y taconazos", acompañado por un pandero o 'tabourin de basque" rodeado de cascabeles y laminillas de cobre, colgado de la mano izquierda, que se tocaba con la derecha. También se podían acompañar de flauta y gaita.

El baile vasco por antonomasia era el Zorzico, dividido en dos partes: la danza real y el "arrin-arrin". Los mozos y las mozas por separado forman cadena cogidos por los pañuelos que llevan en las manos y evolucionan en torno a los árboles. Los mozos van sacando una a una a las muchachas para incorporarlas a su grupo, hasta que todos, mujeres y hombres, forman una sola cadena.

Los eclesiásticos y teólogos vascos se manifestaban a menudo contra las danzas, y se conservan muchos escritos en este sentido que las definen como semillas de libertinaje que era preciso erradicar. "El baile es un círculo cuyo centro es el Demonio. Es el reino del Diablo, una escuela de vicios, la perdición de las mujeres, el dolor de los ángeles, el embrujo del infierno, la corrupción de las costumbres, la pérdida de la castidad". Sin embargo, mentes más abiertas, como la de Jovellanos, admiraban el orden y la compostura de estos "pasatiempos de los domingos en los que se ve a todo un pueblo sin distinción de edades ni sexos correr y saltar alegremente al son del tamboril". Y concluye defendiendo firmemente las costumbres populares: "el pueblo que trabaja no necesita que la autoridad le divierta, sino que le deje divertirse".

Estrechamente emparentadas con ellas estaban las danzas de Navarra, de donde era originaria la Camargo, célebre bailarina de origen noble alabada por Voltaire.


El extenso capítulo dedicado a las danzas españolas en "El Viaje por España" termina con los bailes de carácter religioso, cuya tradición se remonta a la Biblia, donde se alude a danzas como la de la hija de Aarón, la de la hija de Jefté o la del mismo rey David ante el Arca de la Alianza. Los hebreos ya bailaban en el Santuario como muestra de regocijo y existe una larga tradición en la Iglesia que aprueba las danzas religiosas en algunas catedrales como la de Sevilla, Valencia o Toledo. En esta última, el Cardenal Cisneros restableció las misas mozárabes, durante las cuales se bailaba en el coro y la nave del templo.


Al comienzo del Concilio de Trento y en presencia de Felipe II, se celebró una gran fiesta en la que las danzas tuvieron un papel protagonista. Algunas procesiones, como la del Corpus, se veían acompañadas también por pasos religiosos -baile de la Pela, en Galicia- y los Villancicos, composiciones religiosas que no se limitaban a la Navidad, sino que abarcaban otras festividades litúrgicas, se concebían tanto para música como para baile.

Como muestra más destacada de danza religiosa se describe la de los Seises, los monaguillos de la catedral de Sevilla, cuyo empleo principal consistía en cantar y bailar en las ceremonias destacadas. Una bula de 1439 autorizaba esta danza, heredera de los bailes medievales que adornaban las procesiones del Corpus. El nombre alude a su número original, aunque dicho número se fue ampliando hasta llegar a diez. Debían poseer bellas voces y haber cumplido al menos los diez años; ataviados con un colorido traje de ceremonia, idéntico al que llevaban en el siglo XVI, se colocaban en dos filas frente al altar mayor y comenzaban a bailar parsimoniosamente, cantando un villancico y haciendo sonar unas castañuelas de marfil, con un ritmo de vals muy lento, del género de las antiguas pavanas españolas. Los seises ejercían su función durante algunos años, hasta que cambiaban la voz, momento en que eran sustituidos por otros niños más pequeños.

Y así cocluye este recorrido coreográfico por nuestra geografía. Dejemos que sean los propios protagonistas del "Viaje por España" con sus palabras quienes cierren este artículo:


"Una vez pasado el Bidasoa, entramos en Hendaya, territorio francés, y decimos adiós, no sin pena, a esta dura tierra de Iberia, dura tellus Iberiae".

Gabriel M. Olivares

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