Si una cosa quedó clara el día del estreno del ballet Giselle en el Teatro Real por la Compañía Nacional de Danza, es que en el arte escénico hay noches y “noches”. La condición efímera de la danza es lo que tiene y todo depende de ese frágil instante en el que los bailarines logran tocar el corazón del público, como así sucedió ayer.
El espectador, como destinatario final, siempre tiene la última palabra; además de los artistas, es el otro gran protagonista. Recuerdo en este sentido una opinión de Pío Baroja. El escritor se cuestionaba por qué a la gente no nos gusta asistir a un teatro en el que el patio de butacas esté vacío, y concluía que era porque el público también forma parte del espectáculo. Así, ¿qué es lo que pude observar en la actitud de los asistentes? Eran balletómanos entendidos, algo que quedaba claro si nos fijábamos en los momentos e intensidad de los aplausos. Sabían muy bien cuando un bailarín destacaba, como cuando Cristina Casa -en el Pas de Paysans- lució con gracia su danza coreografiada con un ligero toque hispano.
Y es que, si hay algo que caracteriza a la Giselle concebida felizmente por Joaquín de Luz, director de la CND, es su aire español. La acción se desarrolla en una aldea cercana al Moncayo, con una clara datación temporal en la época del romanticismo, que se siente en la recreación poética de las rimas de Bécquer y, con mayor o menor acierto, en diversos elementos del primer acto: el atuendo de los nobles, la sustitución de la espada por una pistola de duelo, que en el siglo XIX alcanzaron su apogeo –sobre este particular aconsejo el libro “Lances entre caballeros” de José Mª Lancho y Luis Español (Ed. Renacimiento)-. Así mismo, en la coreografía se reconocen pasos de jotas en las danzas populares...
Pero Giselle es mucho más española de lo que pensamos, si tenemos en cuenta la exhaustiva investigación efectuada por Jesús Rivera Rosado (“El ballet Romántico en España”. Ed. Cumbres) donde plantea la posible inspiración de Théophile Gautier, autor del libreto, en un poema de Víctor Hugo que relata la historia de una joven española, que obsesionada con el baile, fallece una mañana de carnaval.
Además, el ballet “Giselle ou Les Willis” estrenado en París en 1841, no tardaría en triunfar en Madrid, donde se programó tan solo dos años después en el Teatro Circo. La bailarina Marie Guy Stephan fue nuestra primera e inolvidable Gisela.
En el estreno del Teatro Real, Giada Rossi fue una Giselle de carácter dulce, lánguida, nada exagerada en sus gestos dramáticos, como quedó patente en la escena de la locura. En el segundo acto tuvo el poder y la técnica de hacer que su danza pareciera quedar suspendida en el aire; Yanier Gómez lució con su Albrecht una buena técnica de salto, con unos aplaudidísimos entrechats six en el momento que baila extenuado por las Willis, paso que incorporó Nuréyev en sustitución de los clásicos brisés y que desde entonces caracteriza las interpretaciones de las compañías norteamericanas, entre otras.
Giada Rossi y Yanier Gómez bordaron el segundo acto, logrando con gran complicidad ese milagro que tienen los ballets clásicos de ser capaces de sacarnos del mundo presente y detener el tiempo.
MERCEDES ALBI
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