En estos días nos visita en el Teatro Real "El lago de los cisnes" del Ballet de San Francisco, en la primera gira que efectua la compañía bajo la dirección de nuestra querida y admirada Tamara Rojo.
La producción del Ballet de San Francisco fue estrenada hace unos quince años, en 2009, con coreografía de Tomasson, sobre el original de Marius Petipa y Lev Ivanov.
El reto de abordar un clásico de los clásicos, como es el Lago de los Cisnes, tiene ventajas e inconvenientes. La ventaja es que el público siempre va a llenar el teatro, y la desventaja es que éste alberga en su mente una idea prefijada sobre lo que va a ver. Siempre existen unos límites que no se pueden salvar, y al mismo tiempo hay que dotarlo de algo propio que lo haga diferente.
La presente versión se materializa con unos pequeños añadidos en la trama y en la ubicación, sobre todo al comienzo de la obra.
Así, la acción no espera a la apertura del telón principal, existe una especie de sobretelón de color blanco que evita los cambios de decorado. Ya con las primeras notas de la obertura queda adicionada una mini-escena en la que Rothbart hechiza a Odette y la convierte en un cisne de forma explícita, apoyándose en un efecto audiovisual. También los cisnes en el acto segundo aparecen proyectados como sombras voladoras a su llegada y salida del bosque, lo que nos conduce a un mundo de fantasía que contiene un ligero toque Disney.
La puesta en escena a cargo de Jonathan Fenson prescinde de las purpurinas y oropeles palaciegos. Los actos se sintetizan en tres, pues el último aglutina la fiesta en que se engaña al príncipe con el suicidio final, que no llega a conmover.
El primer acto no acontece en el interior del palacio sino a sus puertas. Algunos personajes cambian, pero su ambientación es excelente, con un vestuario muy elegante de marcado estilo imperio en las bailarinas y con levitas de corte romántico en los bailarines. Sin embargo, el decorado va perdiendo interés a medida que avanza la obra. Muy convencional en el segundo acto, falla en el tercero con la complicada escalera que lo preside, cuyo esquema recuerda al símbolo de la diosa Tanit.
Los bailarines del San francisco Ballet son tan perfectos que no se les puede criticar. Y los niños que han incorporado, escogidos entre los alumnos del Conservatorio Carmen Amaya, aportan su nota de frescura. La coordinación de los cisnes en el acto segundo es digna de admiración. Todo es como se supone que debe ser, con una exactitud casi matemática. Es ballet clásico en estado puro. Los aderezos que envuelven la producción se convierten en algo secundario frente al maravilloso sustrato musical interpretado por la Orquesta el Teatro Real en directo -bajo la batuta de Martin West-, que seguiría emocionando aunque se cerraran los ojos.
Nos encontramos ante una obra maestra interpretada por un elenco excelente.
MERCEDES ALBI
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