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Tras la mirada de Carmen Amaya


La distancia que separa la mirada de estas dos mujeres no es más que el recorrido que determina las experiencias de toda una vida. El antes y el después son la misma persona.


Los ojos de la mujer adulta guardan los fotogramas que relatan las vivencias, esas mismas que determinan las líneas de su cara. Carmen parece estar rebobinando las imágenes de su vida: los sonidos de las olas que mimbreaban su cuerpo, la sensación de la arena de la playa con los pies "descalzos de maestros". Parece escuchar los sones de aquella guitarra que pellizcaban su estómago. Las largas noches sin descanso que eran un sustento inconsciente. Las huidas protagonistas del miedo de una época dura de nuestra historia. Los viajes programados cruzando aquel mar que no tenía un fin cercano o real. Los destellos de las luces de los escenarios y de los brillantes. Los pedacitos de pan y las comilonas en los mejores restaurantes.

La mirada de la niña es la de la ilusión de la inocencia. Esa misma que no sabe de miedos y preocupaciones. Con la vista en un presente ausente de juguetes pero con el tesoro de unos "zapatos escondidos" que se convertirían en el mayor tesoro de su vida. Aquella niña que jugaba bailando o bailaba jugando.

En esta imagen no están ni la chaquetilla de diamantes, ni más techos que la luna. Sólo aparecen las gitanas que honran la memoria de una cultura. Aquellas que sin perder nunca el norte viajaron por medio mundo utilizando el lenguaje universal del baile "por entrañas", del de dentro "pá fuera" ese que no conoce de academicismos ni reglas impuestas. Ese baile inimitable que no creó escuela porque la genialidad es un don inherente a la persona, que viene con ella y con ella se va.

Ricardo Cue fue testigo de aquella mirada. Era 1958, La Habana, el lugar el Copa Room del Hotel Riviera. En aquellos tiempos la vida nocturna de la Habana era de las más brillantes del mundo. El asistió aquella noche a ver un espectáculo como lo había hecho y haría tantas otras. La velada fue inolvidable, no podía imaginar que la mirada que le embaucó no le abandonaría el resto de su vida.

Afirma que tampoco era consciente de lo que estaba viendo hasta que nunca jamás volvió a sentir nada igual. En contra de lo que eran los rasgos físicos de Carmen, él no la recuerda ni pequeña, ni menuda. Si recuerda la velocidad de sus giros y sus pies. Pero la magia de sus ojos fue lo más impresionante. Nada más aparecer en escena, Carmen hizo un movimiento de cabeza brusco, contundente, descargando tal energía que le dejó prendado. Tuvo la sensación de sentirse atrapado por una sensación inexplicable como si de un embrujo se tratara. El siguiente recuerdo es el trance en el que entró Carmen, ese mismo que no le abandonó hasta que ella dejó de bailar.


GEMMA ORTEGA

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