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La Danza Española en los grabados de Gustavo Doré (I)


En estos días en los que, cada vez más, comienza a reivindicarse nuestra danza por encima de las persecuciones ideológicas e injustas a las que la ha sometido un progresismo desvencijado y caduco, cobran todo su significado las palabras del poeta Tomás de Iriarte: "¿Cuál es el bárbaro país cuyos habitantes no gusten de escuchar los sones de sus danzas populares?"


Resulta cuanto menos chocante que nuestra cultura, la propia, la que viene de una tradición de siglos, y hasta de milenios -y no del franquismo, como algunos ágrafos pretenden- haya sido siempre mucho más apreciada fuera de nuestras fronteras. Ya desde finales del siglo XVIII, ilustrados como Swimburne o el duque de Saint Simon visitaban España y se admiraban de sus costumbres y de su riqueza artística. Pero los auténticos inventores del turismo son los viajeros románticos, que en el XIX comienzan a recorrer el mundo con enorme curiosidad y gusto por el arte. Lord Byron, con sus periplos por Italia o Grecia, es el mejor ejemplo.


Mosaico romano: bailarina tocando crótalos

Es precisamente en esta época cuando tendrán lugar las famosas peregrinaciones de escritores y artistas europeos a una España que encarnaba el ideal romántico por su pasado medieval de fuertes aromas orientales, tan apreciados por la estética del Romanticismo, y por su modus vivendi, del todo distinto al del resto de los países occidentales. Muchos de estos viajeros darán testimonio de todo ello a través de su obra escrita, como Gautier, Dumas y Merimée, o de sus litografías, como David Roberts.


Dos de los más ilustres visitantes fueron Gustave Doré y el Barón Davillier. El primero es famoso en todo el mundo por sus grabados para las ediciones de La Biblia, El Paraíso Perdido y La Divina Comedia, que vienen reeditándose sin pausa desde hace siglo y medio. El segundo, escritor, coleccionista y trotamundos infatigable, era un gran conocedor de la cultura y del arte español, hacia los que sentía una gran admiración -en parte por su gran amistad con el pintor Fortuny, que entonces vivía en parís-y a los que dedicó varios de sus libros.

Aunque Davillier había estado ya nueve veces en España, la insistencia de Doré, que se mostraba realmente entusiasmado por conocer "la tierra clásica de las castañuelas y del bolero", acabó por convencerle, y tras ponerse en contacto con la Editorial Hachette acordaron enviar una serie de crónicas de su itinerario, que dicha editorial iría publicando por entregas de 1862 a 1873 en la revista de viajes "Le Tour du Monde" con textos de Davillier e ilustraciones del artista.

No se trató, pues, de un único viaje, sino de una serie de ellos que fueron completando ese valioso documento de la España del XIX que luego se editó en forma de libro bajo el título de "Viaje por España", cuyo éxito fulgurante motivó su inmediata traducción a varios idiomas y contribuyó notablemente a despertar en toda Europa el interés por nuestro país.



No obstante, antes de que aceptase emprender la marcha, Davillier puso a Doré una condición que tendría una enorme trascendencia: él acompañaría a Doré y le descubriría las maravillas de España, pero a cambio Doré debía aprovechar el viaje para tomar todos los apuntes y bocetos necesarios que, a su regreso a París, le permitiesen realizar un “Don Quijote "con paisajes verdaderamente españoles, impregnados de sol y de ese color local de que te habrás imbuido una vez que recorras los polvorientos caminos de la Mancha". Y así, es al "Viaje por España" al que debemos la obra maestra de Gustave Doré, el "Quijote" ilustrado con sus geniales grabados.


El libro posee un altísimo valor testimonial para el conocimiento de la sociedad y las costumbres de la época, pero además alberga un atractivo adicional en lo que se refiere al folklore y a la danza, puesto que dedica un capítulo entero -nada menos que setenta páginas- a las danzas españolas, que analiza y describe con gran detalle.


No era la primera vez que los bailes españoles atraían la atención de los extranjeros que se paseaban por nuestra geografía; también Richard Ford, cuyos dibujos y escritos sobre España se hicieron famosos treinta años antes, había centrado su mirada en nuestro patrimonio coreográfico. Pero en el caso de Doré se sumaba un factor importante que justificaba ese interés especial: además de dibujante, Doré era músico. Y un buen músico, puesto que había tenido como maestro de violín al mismísimo Rossini. Davillier, a lo largo del libro, dará fe de su habilidad en este arte. De hecho, de los 309 dibujos que, en total, ilustraban el libro, 39 están relacionados con la música y la danza, más del diez por ciento.

Los autores introducen el capítulo XX, "Las danzas españolas", remontándose a la época romana, cuando las "gaditanas" eran celebradas por los cronistas más importantes -Plinio el Joven, Marcial, Estrabón o el mismo Petronio en su "Satiricón"- que alababan sus movimientos llenos de seducción. Conocemos el nombre de una de ellas, Telethusa, e incluso su aspecto, ya que se decía que sirvió de modelo para la escultura de la Venus Calipigia. En Roma se pusieron tan de moda "que no había fiesta completa sin bailarinas andaluzas".



Venus Calipigia (Museo del Louvre)

Davillier menciona los tratados de diversos estudiosos españoles que vinculan directamente las danzas antiguas con los bailes andaluces contemporáneos, que consideran una evolución perfeccionada de aquellas. Por ejemplo, el zapateado, que recuerda una danza antigua -la lactisma- que las bailarinas ejecutaban golpeando el suelo con el pie y acompañando el compás con el tacón. O el uso de las castañuelas, llamadas crotalia, que aunque entonces se fabricaban en bronce, han perdurado prácticamente sin cambios a lo largo de dos mil años. "Parece ser que las damas romanas, en tiempo del andaluz Trajano, gustaban tocar este instrumento". El hispanista distingue además entre castañuelas machos, de sonido grave, y las hembras, de sonido más claro, además de referirse a sus sinónimos, palillos, o simplemente leña.


La introducción histórica continúa con las danzas medievales, de las cuales alude al Turdión, a la Danza del Rey Don Alonso, a la Alemanda o a la Gibaldina. Las dos últimas sobrevivían todavía en el siglo XVI, aunque ya iban cayendo en desuso, de lo que se queja Lope de Vega en su comedia "La Dorotea". En cambio, la Gira o la Danza Prima, que se consideran entre las de origen más antiguo -seguramente datan de época prerromana- aún se seguían bailando entonces. De hecho la Danza Prima se sigue bailando en la actualidad en muchos lugares de Asturias. En cuanto a las danzas de origen árabe, se conservan instrumentos de origen musulmán, como la dulzaina o el laúd, y se citan las zambras y las leylas, junto a las que después entroncaron con el flamenco actual, las cañas, "cantadas por los andaluces en tono quejumbroso y melancólico".


Entra luego en las danzas renacentistas, a las que dedica varias páginas: la Pavana, baile de corte que grandes damas como las reinas Catalina de Médicis y Margarita de Navarra ejecutaban con trajes largos que arrastraban, "cargados de bordados y pedrería" y llevando en las cabezas erguidas sus coronas; el pasacalle, que, al contrario de la pavana, era una danza popular; las folías -"locuras"- baile favorito de Pedro I de Portugal, quien solía deleitar a sus invitados bailándolas noches enteras y cuyo ritmo alegre se marcaba con las castañuelas; o la chacona. Hay que señalar que todas estas danzas inspiraron a músicos como Bach. Haendel o Boccherini, que las utilizaron con frecuencia en sus composiciones.


"Pavana"por Edwyn Abbey


Davillier hace una importante distinción entre "danzas" y "bailes" en el Renacimiento. Según él, las danzas eran pasos graves y mesurados, utilizando solo las piernas y sin movimiento alguno de brazos. En cambio los bailes permitían una mayor desenvoltura de todo el cuerpo, y sería de ellos de donde procedería toda la danza española posterior.

Gabriel M. Olivares

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