Continuando con las danzas reseñadas por Davillier en el "Viaje por España", pasa ahora a referirse a una de las más conocidas desde el Siglo de Oro, y cuyos ritmos serían adoptados después por los grandes artistas europeos del Barroco y el Clasicismo.
Un historiador de la época, el padre Mariana, se refería a ella como "el pestífero baile de la zarabanda", y según él, por lo licencioso de sus movimientos "esta danza sola ha causado más daños que la peste". El jesuita, que fue uno de sus mayores detractores, fue sin embargo quien más claramente documentó el origen de esta danza española, que surge en Sevilla hacia 1588, donde la ejecutó por primera vez "un demonio de mujer". No hubo nunca, nos dice Davillier, un baile en España que desatara tantos anatemas.
La palabra "zarabanda" se quiere hacer derivar, ya del instrumento con el que se tocaba, ya de los giros característicos de su coreografía -del hebreo "zara", vuelta o voltear- e incluso de las antiguas danzas de las bailarinas gaditanas. Otros autores ven su origen en el nombre de una bailarina en concreto. Lo cierto es que era bailada siempre por mujeres al son de la guitarra, que a veces era acompañada por el canto, la flauta o el arpa. Luis XIV, en un baile dado en honor del Duque de Borgoña, bailó una zarabanda con la Princesa de Conti, despertando la admiración de la corte francesa.
También se hace referencia a danzas muy antiguas, como la Gira, una danza acrobática que consistía en girar sobre uno mismo con varios platos en equilibrio o un vaso lleno de agua sobre la frente. O la Danza Prima, baile en corro que se ha mantenido en Asturias y Galicia. De raíces neolíticas, explica el valor dado por Davillier a nuestro folklore, que conserva tradiciones coreográficas de siglos -e incluso de milenios- y es un ejemplo de lo necesaria que resulta la preservación de ese legado.
El mismo Cervantes, en el Quijote, cita otro baile muy de moda en la Castilla de su tiempo, la Danza de las Espadas. Dentro del capítulo que narra las bodas de Camacho hay una descripción detallada de esta danza, la preferida por Don Quijote. Exigía de sus ejecutantes una considerable habilidad y un gran control, ya que giraban unos en torno de otros esgrimiendo espadas muy afiladas, y efectuaban de vez en cuando una figura llamada "degollada", en la que cada bailarín intentaba decapitar a su contrario, mientras éste se escapaba ágilmente bajando la cabeza en el último momento.
No caen en el olvido las danzas de origen árabe, como las Zambras y las Leilas, con sus instrumentos correspondientes, también de ascendencia oriental, dulzainas, añafiles o laúdes. Y las de mayor trascendencia posterior, las Cañas, cuyos ritmos son antecedentes directos del flamenco, "cantadas por los andaluces en tono quejumbroso y melancólico". Empiezan con un lamento ahogado, un suspiro que recorre varias gamas cromáticas y que se va haciendo cada vez más sonoro "al tiempo que el compás se hace más vivo".
Otra danza característica del sur es la Malagueña del Torero, inmortalizada por Doré en un dibujo, "donde se encuentra toda la gracia y todo el brío de las boleras andaluzas".
Según Davillier, será bajo el reinado de Felipe IV cuando se codifiquen las danzas antiguas para transformarlas en ballets de carácter alegórico o mitológico. Contarán como destacados guionistas con poetas y dramaturgos de primer orden -Lope de Vega, Calderón, Quevedo- y como actores, a veces, con los propios miembros de la familia real.
Y llegamos al siglo XVIII, y con él a una de las danzas más extendidas por la península, las Seguidillas, conocidas frecuentemente como Seguidillas Manchegas, al haber sido bailadas por primera vez en La Mancha. Aunque la palabra "seguidilla" ya se utilizaba dos siglos atrás, parece que se refería a un tipo de danza muy distinto.
Según el autor, apenas se diferencian del Bolero, con iguales figuras, estribillos y parados, pero se caracterizan por un ritmo mucho más vivo y tienen un carácter más popular, quedando el Bolero en esta época relegado casi por completo a los teatros -motivo por el cual, a los bailarines y bailarinas de teatro se les llamaban entonces "boleros" y "boleras".
También muy conocido, sobre todo en La Mancha y Andalucía, el Fandango "como una chispa eléctrica, golpea y choca, anima a todos los corazones: mujeres, jóvenes, muchachos, viejos, todo parece resucitar. Todos repiten este son tan poderoso para los oídos y para el alma de un español. Los bailarines se lanzan armados, unos de castañuelas y otros chasqueando sus dedos para imitar su sonido. Las mujeres, sobre todo, se hacen notar por su suavidad, ligereza, la flexibilidad de sus movimientos y la voluptuosidad de sus actitudes. Marcan el compás con mucha precisión, golpeando el suelo con sus tacones. (...) pero de pronto cesa la música y el arte del bailarín consiste ahora en permanecer inmóvil."
Davillier abre aquí un paréntesis y hace una observación que debería llevarnos, en los áridos momentos culturales que atravesamos, a realizar un profundo ejercicio reflexivo sobre el futuro de nuestra danza, y sobre la perentoria necesidad de recuperar un público cada vez más divorciado de las tablas:
"No hay extranjero (...) que no tenga ganas de conocer esas danzas tan alabadas. Es raro que el teatro no termine la velada con el baile nacional (...) que vale a veces mucho más que la comedia o el drama. Pero al lado de las danzas de teatro están las populares, las que se ven los días de fiesta o de romería en las tabernas de la ciudad o de los arrabales, y por último los bailes que se dan en algunos establecimientos que toman el título de academias o escuelas de baile. Sus directores nunca dejan de enviar los programas anunciadores a los hoteles o a las casas de huéspedes."
Y a continuación nos deja el extenso y divertido relato de la velada en una academia de baile de Sevilla, la de don Luis Botella, en la calle de Tarifa, donde va a presentarnos a una de las más famosas boleras de la historia: Amparo Álvarez, La Campanera. De ella aprendería Ángel Pericet Carmona los secretos de la escuela bolera más auténtica, que transmitiría después a sus hijos y nietos, los maestros Pericet, que a su vez han entregado el relevo de su arte a las nuevas generaciones.
El salón, en un segundo piso adonde se llega tras subir una estrecha y penumbrosa escalera, se va llenando con gente del pueblo -las clases altas no suelen asistir a estos "bailes de palillos"- pero sobre todo con extranjeros, alemanes, ingleses, franceses y rusos, con los que don Luis Botella usa de la truhanería habitual en estos casos, cobrando la entrada según el aspecto del espectador: a los aficionados del país, cuatro reales; a los "inglis-manglis", veinte. Eso sí, a éstos los sitúa en primera fila con grandes miramientos.
Van llegando las bailarinas, una de las cuales, acompañada de su madre, llama la atención de Doré, que añade la singular pareja a los dibujos de su álbum. A los sones del violín de un músico ciego, dos boleras abren el baile y van preparando al público para la llegada de La Campanera. Tras el aperitivo artístico, las muchachas recuperan fuerzas con un refrigerio más mundano, engullendo a gran velocidad el bufete preparado en una salita colindante: dulces de yema, carne de membrillo, mantecados y refrescos desaparecen en un periquete, ante un asombrado Davillier, que pondera esta demostración de talento digestivo.
Amparo Álvarez hace entonces su entrada, circunstancia que aprovecha el narrador para hacer la descripción de esta célebre artista cuyo baile no dejaba de admirar ningún viajero que pasara por la Sevilla de mediados del siglo XIX. Al parecer, el sobrenombre de Campanera le venía de su padre, el campanero de la Giralda, antiguo minarete de la mezquita que en época musulmana ocupaba el lugar de la actual catedral, reciclada como campanario de la misma. Y allí, en un chiribitil de la misma torre, vivían los dos.
Como el guitarrista no había llegado todavía, La Campanera comienza a ejecurar el Jaleo de Jérez con el violinista como único acompañamiento musical; pero éste, poco hábil para tocar la melodía y marcar el ritmo a la vez, se hace un lío, lo que provoca los abucheos del respetable. El pobre músico deja de tocar y La Campanera queda inmóvil en mitad de la sala, como una estatua.
Tiene lugar entonces uno de esos momentos singulares e irrepetibles en los que surge la magia, conjurada por el genio de los artistas: Gustavo Doré deja sus bocetos, toma el violín de las atribuladas manos del ciego y lo reemplaza "con gran inspiración". No en vano había tenido como maestro de violín al propio Rossini, aunque pocos conocen esta faceta del célebre dibujante. La Campanera, "electrizada por el arco de Doré, se superó a sí misma y acabó el Jaleo de Jerez ante el clamor de los aplausos más entusiastas".
Después de las academias de baile, los dos viajeros continuarán su periplo sevillano por el barrio de Triana, donde tienen ocasión de conocer diversos bailes de candil, descritos como bailes populares que "tienen lugar en la taberna o botillería, o en alguna casa de aspecto modesto". Allí, guitarristas y espectadores se congregan a la luz de un candil, en torno a un patio -aromatizado por los limoneros y las damas de noche- y acompañan bailes como la Caña, las Rondeñas, las Malagueñas o los Olés, los unos tocando, y los otros dando palmas o golpeando el suelo con las conteras de sus bastones.
Los bailes de candil tienen un carácter muy popular, y con frecuencia las bailaoras son gitanas del mismo barrio, como La Candelaria, flexible y regordeta, "una moza rolliza, como dicen los españoles", que destaca en el arte del 'meneo" o movimiento de caderas típico de danzas como el Zarandeo o el Zorongo, y de la que se decía para elogiarla que tenía "mucha miel en las caderas".
También solía interpretarse en estas veladas el Zapateado, el paso favorito de las majas sevillanas, que gustaban bailarlo subidas en una mesa, tocando las castañuelas o el pandero y taconeando entre dos vasos de vino -los asistentes reponían fuerzas en los intermedios con raciones abundantes de pan y pescado frito, regadas de manzanilla o jerez, tradición que se conserva todavía en muchos tablados-. Con frecuencia, el público pedía a la bailaora que "tirase la caña", lo que consistía en lanzar al aire el contenido de un vaso -caña- y sin dejar de bailar, recoger el vino con la boca.
El Olé requería una gran flexibilidad. La bailarina arqueaba el talle con gran languidez hasta que sus brazos y hombros casi tocaban el suelo, y tras quedar inmóvil unos segundos, como en éxtasis, se erguía haciendo sonar las castañuelas y continuaba bailando. Precisamente esa forma de bailar de las andaluzas llamó la atención de Davillier, que las consideraba superiores a todas las bailarinas de la ópera y la danza clásica:
"Se ve que bailan para sí mismas, por placer, y los movimientos de sus brazos y el meneo son muy distintos a los movimientos rígidos y geométricos del ballet francés".
Gabriel G. Olivares