Olga crea, y lo hace con cada gesto, con cada paso que da sobre el escenario, porque baila como siente, tal y como es ella: un ser lleno de gracia y pasión.
No necesita artificios para brillar, su duende destacaría bajo cualquier circunstancia. Pero es justo reconocer que la dramaturgia diseñada por Carlota Ferrer le va como añillo al dedo, así como las líneas coreográficas de Marco Flores. Nunca hay que dejarse engañar por la aparente sucesión de escenas que discurren sin complicación… No existe la improvisación, solo una “apariencia de improvisación”. Y esto es lo complicado, lograr que fluya una corriente inmediata entre el espectáculo y el espectador de principio a fin. Para atrapar al público en ese juego maravilloso se necesita pensar y trabajar mucho. En “La Espina que Quiso Ser Flor” se logra desde el comienzo.
Se inicia con Olga bailando magníficamente unos pasos boleros (haciendo honor a su ilustre apellido) mientras se busca a sí misma. Es la introducción, la “obertura”. Con esa escena se posibilita la entrada del espectador en la intimidad de sus pensamientos, de sus ideas, incluso de sus disparates, pues Olga está sola en el camerino de sus sueños.
Se rebela frente al hecho de convertirse en un autómata, en una simple muñeca que ejecuta los pasos que le dictan, y muere. Aparecen sus compañeros y la resucitan. Juntos se disponen a emprender un nuevo viaje. Son el bailaor Jesús Fernández, dos cantaores –Miguel Ortega y Miguel Lavi- y dos guitarristas -Antonia Jiménez y Pino Losada-.
La simbiosis, los engranajes invisibles que compenetran a unos con otros también son mágicos. Jesús, el de los pies ligeros, es un bailaor de vibrante taconeo lleno de gracilidad, y es ahí donde se encuentra el punto de conexión con Olga, juntos bailan como si estuvieran hechos el uno para el otro.
El cante de Miguel Ortega es extraordinario y su tono grave se complementa con el de Miguel Lavi desde la pureza de estilo que ambos comparten. Así como es un placer disfrutar del virtuoso tañer del guitarrista Pino Losada junto con la sensibilidad de Antonia Jiménez.
Olga transita entre estos grandes artistas, dialoga con su propio corazón a través de la danza, sin desdibujar la tradición en la ejecución de los palos clásicos, desde las alegrías con bata de cola, la soleá, o los panaderos que rescató de “La Flor de la Maravilla”.
Es maravilloso verla bailar, disfrutar de esa versatilidad que posee gracias a su gran técnica. Olga puede hacerlo todo. Toca sus castañuelas y parece que el sonido le salga del alma. Es una bailarina tan completa que hubiera acometido con éxito cualquier camino. Escogió el flamenco y lo hizo con consciencia y libertad. Ella se mueve como nadie entre la ingenuidad y la pasión, entre su fuego interior y la quietud de su pose escultórica.
Siempre es ella misma, la interprete que revelándonos su mundo crea otro.
MERCEDES ALBI