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Royal Ballet, tradición e innovación en armoníap


La llegada al Teatro Real del  Royal Ballet, con su recién estrenada producción del "Lago de los Cisnes" coreografiado por Liam Scartlet, ha sido algo memorable. Hacía años que los balletómanos madrileños no disfrutaban tanto con un espectáculo de danza, es un hito a la altura de aquella representación del ballet "Espartaco" por el Bolshoi con el joven bailarín Ivan Vasiliev en el papel estelar... 

El mérito del Royal Ballet es lograr una clara identidad dentro del marasmo de tendencias que convergen en él a lo largo y ancho del amplio mundo de la danza, y su base es el gran acierto en saber combinar tradición e innovación. Esta no es una tarea exenta de dificultad, y evidentemente su "Lago de los Cisnes" es un claro ejemplo, pues se ha dotado de agilidad el clásico de Petipa y las modificaciones operadas no distorsionan ni invaden la esencia perfecta de una obra eterna e incuestionable.


Sin embargo, sí es diferente, porque la trama ha variado, enriqueciendo el papel teatral de sus protagonistas, pero la identidad del ballet se conserva al respetarse su esencia:  los pasos de danza que lo identifican, que forman parte del canon de la interpretación balletística de todos los tiempos,  y por supuesto, la música de Tchaikovsky, de inalterable belleza, interpretada por la orquesta del Teatro Real, bajo la batuta de Koen Kessels, director musical del Royal Ballet. La incorporación de nuevas secuencias coreográficas no distorsiona sino que suma.


Los bailarines principales, que en el estreno fueron Marianela Núñez (Odette-Odile) y Vadim Muntagirov (Sigfrido), protagonizaron un tándem perfecto. La relación que establecieron entre ellos con total sincronización era mágica. Marianela Núñez tiene una personalidad tal en escena que hace de ella una bailarina de extraordinario magnetismo, luciendo esa doble vertiente del cisne negro-cisne blanco como ninguna otra, conmueve su cisne blanco donde luce un registro interpretativo que corona con las proezas virtuosas del cisne negro; y Vadim Muntagirov configura un príncipe dulce e inocente que también deja sin aliento por su absoluta técnica, haciendo que parezca fácil la proeza:  su elegancia, sus espectaculares saltos, sus finales perfectos (se queda clavado)...


El cuerpo de baile en coordinación matemática y los excelentes solistas, dieron clara muestra de la solvencia de la compañía, y los guiños británicos en la escenografía preciosista (los guardias que custodiaban la puerta del palacio de Sigfrido vestían los típicos uniformes de Buckingham Palace, por ejemplo), pusieron una nota curiosa a modo de firma. La historia del Lago sucede en Inglaterra, el lago se ha hecho inglés por méritos propios. La madre adoptiva, el Royal Ballet, es tan poderosa que se pone a la altura de su madre de sangre rusa.


Y la originalidad, los cambios narrativos, contribuyen a incrementar la atención del espectador. El maligno Rothbart (Gari Avis) amplía su papel y aparece desde el primer acto en la puerta de palacio. Tal vez signifique que el mal está siempre al acecho, si nos ponemos a elucubrar un motivo más profundo, e incluso en el acto tercero Odile, que no entra de su mano, sí lo tiene en cuenta durante el paso a dos del cisne negro. También Benno (Alexander Campbell), el amigo del príncipe, destacó con su danza en los tríos que baila con las princesas.

El final (que no desvelaré)... fue sorprendente, aunque queda presagiado en los frescos de la bóveda del palacio en el tercer acto. Es el digno colofón de un cuento distinto que, sin embargo, sigue siendo el de siempre, conteniendo y aumentando su valor.


PAOLA PANIZZA

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