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Entre lo divino y lo humano: el Requiem de Brahms por el Ballet del Rin


La danza ejerce siempre sobre la música una suerte de "reducción". El problema para un coreógrafo al enfrentarse a lo sinfónico nace de la propia naturaleza de las diferentes artes. Si el arte de la música posee una expresividad infinita, pues el sonido se expande en un universo de matices, el arte de la danza está limitado por las fronteras del cuerpo humano. La grandeza de la música ha de encerrarse forzosamente en la corporeidad. Y ahí radica el talento de la coreógrafía cuando aborda una partitura tan potente como es, en este caso, el Requiem de Brahms, interpretado con coro y música en directo bajo la elegante batuta de Marc Piollet.


El reto al que se enfrenta Martin Schläpfer, director artístico del Ballet del Rin, consiste en armonizar música y danza para que el resultado, lejos de destacar la una en detrimento de la otra, alcance un objetivo fundamental: que la danza consiga engrandecer la música.


Martín Schläpfer en sus trabajos como coreógrafo, nunca se queda en la superficie de la danza por la danza, sino que ahonda en las profundas significaciones del movimiento. Ningún paso carece de motivo, hasta el más leve detalle adquiere en su personal concepción un sentido simbólico. Será tarea del espectador el percibirlo, tarea inalcanzable para seres carentes de sensibilidad que, por supuesto, también disfrutarán de a una compañía que pone a 49 bailarines de alto nivel sobre escena.


La coreografía de Martín Schläpferse sustenta en la idea central, que también preside la selección de textos que hizo Brahms para su mal llamado Requiem, pues no es un requiem al uso y acorde con la liturgia de la misa de difuntos, sino más bien una cantata en la pura tradición backiana, incorporando música a una selección de textos de la biblia luterana que hacen referencia al consuelo de los vivos y no al anhelo de la vida eterna en el más allá.


Es una coreografía de gran exigencia técnica para el ballet, que demuestra en todo momento su solvencia. La austeridad de concepción escénica contribuye a centrar el eje de acción en el baile. Los figurines de Catherine Voeffray mantienen la uniformidad de color, el negro, si bien no hay dos iguales pero con muy pequeñas diferencias (es posible que sea indicativo de que no hay dos seres humanos idénticos, cada uno está solo ante su propio dolor). Estos diseños son de una elegante desnudez. Y el escenario se flanquea por el trazo de dos líneas de grandes neones que amplifican la sensación de profundidad espacial. En el fondo, un cubo transparente sin más aditivos. Los efectos lumínicos de Volker Weinhart son la guinda del pastel.


La danza se aborda inicialmente en dos planos, uno más cercano al espectador, el de los vivos, y un segundo, a modo de telón de fondo, donde se vislumbran las formas de los espectros, los que se fueron pero están presentes en el dolor de los que quedan. Los vivos se agitan y convulsionan en un baile plagado de movimientos vertiginosos que se alternan con la quietud absoluta. Es el contraste del aturdimiento del dolor, y lo repentino de la muerte. Todos, los vivos y los muertos, terminan uniéndose en una suerte de encadenamiento de barroca composición.


Existe una correlación de la danza con la música, y aunque el espectador español no puede comprender los textos cantados en alemán, si se da cuenta de que, cuando canta el barítono, quien baila es un hombre, y cuando canta la soprano es una bailarina. Es decir, que las diferentes historias sobre el sufrimiento de los danzantes conforman distintos bloques de líricas secuencias cargadas de simbolismo.


El Requiem Alemán del Ballet del Rin es, de principio a fin, un verdadero deleite artístico, que nos transporta de forma poética al misterio de la muerte desde la perspectiva de los que quedamos vivos.


MERCEDES ALBI

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