En un ejemplar de la revista Destino (Año VIII, No. 382, 11 de nov de 1947) encontré un artículo escrito por Rafael Vázquez-Zamora -"La rutilante caravana, Diaghilev, Nijinsky en la Puerta del Sol"-en el que se desvelan varias anécdotas desconocidas que el eminente musicólogo, Carlos Bosch, que era el crítico musical de la revista Cervantes, le reveló durante una tarde paseando por los aledaños de la Puerta del Sol.
Fue el mismísimo Manuel de Falla quien le presentó a Diaghilev. Congeniaron de inmediato y Carlos Bosch acompañó al empresario ruso y a otros miembros de su compañía en sus aventuras y desventuras en el Madrid de hace más de cien años.
Se desvelan datos como qué era lo que más le gustó a Stravinsky de España o a quién consideraba el mejor director de orquesta del mundo; el carácter taciturno de Nijisnky y sus discusiones con Diaghilev, y detalles como un pleito que el Hotel Palace puso al empresario, y los problemas de impago de los derechos de la música del "Sombrero de tres picos" a Don Manuel, entre otros... Que por su interés reproduzco, además de por la fascinación que produce su lectura para viajar en el tiempo.
LA RUTILANTE CARAVANA
DIAGHILEV Y NIJINSKY EN LA PUERTA DEL SOL
por Rafael Vázquez-Zamora
(...) Porque todos ellos estuvieron en España; y dejaron muy gratos recuerdos aquí, en Madrid. Época: la Otra Guerra (algunos la recuerdan aun). Era la España de Romanones y Dato. Benavente frecuentaba el Teatro Real y se entusiasmaba con los «ballets» rusos. A Ramón y Cajal no le hacían mucha gracia. Valle-Inclán sentíase a sus anchas en el exotismo de aquel ambiente. La Barrientos, en su apogeo; Tito Schippa, la Gallardi... Y, en la Plaza, Bombita, Machaquito, la famosa terna de novilleros Joselito, Belmonte y el Limeño... Las faldas comenzaban a acortarse, los sombreros femeninos a achicarse y los monos iban cayendo.
Ya estamos en aquel Madrid. Un coche de punto recorre calles y más calles en busca de algo muy urgente. Al cochero le obsesionan las exclamaciones que suenan a sus espaldas, emitidas por un señor extranjero, corpulento, de cabeza voluminosa y mirada rara, que de repente «in crescendo» en su idioma por aquí y por allá»: «¡Un contrabajo, por amor de Dios, un contrabajo!». En el coche va otro caballero —español éste-, que parece saber muy bien dónde suelen esconderse los contrabajos. Después de algunos intentos infructuosos, logran la ansiada «Pieza» en la calle del Molino del Viento, detrás del Teatro Lara. El honrado auriga, pasándose una mano meditabunda por sus enormes bigotes, pensó que en el mundo hay gente tan loca como para buscar a un músico por todo Madrid con la misma desazón que a un médico. Y rezongó: «¡Ni que fueran a apagar un fuego!» Pero, ¿quién podría haberlo convencido de que ese extranjero se pasaba 'la vida encendiendo fuegos por toda Europa, y que aquel pequeño detalle era uno de los innumerables requisitos imprescindibles para incendiar un escenario con las llamas del espectáculo fulgurante por excelencia?
¿Cómo hacerle comprender que el joven elegante y reconcentrado que había quedado en la puerta del Ritz, se convertía por la noche en un Ícaro, superando incluso a Ícaro, porque no confió su vuelo a unas alas que pudieran derretirse con el sol artificial, sino a unos pies que pisaban firme en el aire?
¡Diaghilev, el terrible incendiario de guante blanco! ¡Madrid, Barcelona y otras ciudades nuestras conocieron el crepitar de la dinámica belleza que lanzabas a manos llenas sobre un público vibrante!
El caballero español que iba con Diaguilev en el simón, era Carlos Bosch, el gran musicógrafo —autor de libros tan importantes como la biografía de Roberto Schumann, «Mneme» y «Vivencias espirituales...»—, el finísimo espíritu para quien la buena música simboliza todo lo bueno y la mala música todo lo detestable.
Una tarde entré con Bosch, incidentalmente, en el café de Levante y estuve hablando con él sobre la danza que hay ahora y sobre la que debía de haber. Se expresó en términos elogiosos para algunas de nuestras bailarinas. (No cito nombres porque si uno conoce a cierto número de bailarinas —dice el viejo proverbio persa—, es terriblemente peligroso elogiar sólo a algunas de ellas.) Luego, ya comenzado el primer cigarrillo, surgió Debussy de entre los arabescos del humillo azulenco, su «Siesta de un Fauno» y los problemas de la gran música de «ballet». Y al volver al tema del «Fauno», cayó súbitamente en el diálogo Nijinsky, como en uno de sus inesperados saltos. Bosch se quedó abstraído, y mientras encendía otro cigarrillo empezó a prestar una atención inexplicable a una tertulia ruidosa de comerciantes (tres de ellos acompañados por sus señoras). Carlos Bosch no podía interesarse por una gente de tan escaso gusto. La gente que habla en cierto tono no es nunca gente de buen tono.
Pero de pronto, pude explicármelo todo, Don Carlos, sin dejar de mirar al diván de enfrente, sonrió y me dijo:
-¿Podría usted transformar imaginativamente a estos señores en Diaguilev, Nijisnky, Bakst, Stravinsky, Fokine...? ¿Y a esa señora en la Karsávina? ¿Y figurarse que, en vez de ese viejecito vulgar, está ahí Falla?
—Perdón, Bosch, pero no se comprende a donde quiere usted ir a parar.
—Muy sencillo, Rafael, muy sencillo... Quiero ir a parar cerca de treinta años atrás, cuando los miembros de la compañía rusa de «ballet» venían a sentarse ahí... Ahí mismo, cambios de decoración aparte, en esta Puerta del Sol. Se reunían aquí, en el Levante, cuando terminaban su representación de cada noche en el Teatro Real. Diaghilev se enfrascaba en terribles discusiones en ruso con Nijinsky. Se veía que el gran Sergio no perdonaba a Vazlav ninguna afirmación de su personalidad en proyectos y opiniones. Pero la profunda personalidad de Nijinsky brotaba en ocasiones con fuerza incontenible y Diaghilev, a pesar de su poder de moderno Pygmalión— ¡había dado vida a tantas estatuas!—, veía aterrado que se le escapaba la presa. Como se le escapó, en efecto, un día.
—¿Y Nijinsky hablaba también con los demás? Tengo entendido que era muy taciturno.
—Muchísimo. Contestaba sólo con monosílabos. No hacía el menor caso de las alabanzas. Vivía una vida interior intensísima. Se le conocía en su extraordinaria mirada.
—¿Usted trató mucho a los de la Compañía?
—A todos ellos, y los acompañé casi continuamente, sobre todo un verano que pasaron en San Sebastián.
—¿Quién le presentó a Diaghilev?
—Fue Manuel de Falla, que quiso rodear a Sergio Pavlovich de un grupo de artistas y escritores afines al movimiento revolucionario que éste simbolizaba.
—Verdaderamente, don Carlos, es una alegría poder hablar de esta clase de movimientos revolucionarios. Las revoluciones artísticas son siempre las mejores.
—De acuerdo, si son fructíferas como lo fue la que produjo Diaghilev con sus «ballets». Su preocupación estética lo inclinó quizá excesivamente hacia la vanguardia; sin embargo, realizaba a las mil maravillas los «ballets» clásicos, contra los cuales estaba.
—Supongo que Stravinsky habrá llenado todo un «estante» de ese inagotable archivo de recuerdos musicales que lleva usted en la memoria.
—Para recuerdos de esta clase, querría tener mil memorias. Stravinsky, que por entonces tendría unos cuarenta años, me dejó asombrado un día diciéndome que consideraba a Ansermet como el mejor director de orquesta de todo el mundo. Ansermet llegó a ser un gran director, pero entonces nada justificaba aún tan alta estimación. Lo que ocurría era que Stravinsky, enemigo de la personalidad interpretativa en-los directores, admiraba la constante despersonalización de Ansermet en beneficio del compositor, y muy especialmente, cuando interpretaba obras del propio Stravinsky.
—¿Qué le gustaba más de España al autor de «Petruchka»?
—Le encantaba toda Andalucía: pero me decía: «lo que más me ha llegado al alma es la llanura castellana. pues me evoca las estepas de mi país>>. En cambio, el mejor recuerdo que se llevó Diaghilev de España fué una noche en Granada, en la Alhambra, y el tiempo que estuvo en Sevilla.
—Claro, Diaghilev era muy sibarita.
Y a este respecto me cuenta Bosch el uso frecuente que hacía Diaguilev del champaña, y las relaciones aristocráticas de que consiguió rodearse en Madrid. Era muy entusiasta de los Reyes y les agradecía muchísimo el interés que tomaron ambos por sus «ballets». En la mala racha que pasó la Compañía hubo de sostener Sergio Pávlovich un pleito con el Hotel Palace, que defendió Leopoldo Matos, abogado de la Casa Real y luego ministro de Gobernación. Ese pleito ponía fuera de sí al gran Sergio, y le hacía afirmar: «Ya no puedo más; lo abandonaré todo y me iré a un convento. ¡Esta sí que es mi verdadera vocación!»
¿POR QUÉ NO ACUDIERON LOS GITANOS A LA CITA?
De nuevo en pleno tráfago de la Puerta del Sol, continuamos Carlos Bosch y yo la coreográfica charla. Siguió desfilando la fantástica caravana de evocaciones: Massine, Bohlm, Idzjkowsky, la sin par Ta- mara; Pávlova, la disidente; las numerosas y perfectas bailarinas del conjunto... Algunos días, Bosch, Turina y otros músicos y críticos almorzaban en La Bombilla, fraternalmente, con un grupo de aquellas delicadísimas sílfides. A ellos les parecía una fiesta incomparable, y admiraban la corrección versallesca y la distinción de aquellas muchachas.
Nos hallábamos en la parada de un tranvía en medio de la Puerta de Sol, en broma le dije a Carlos Bosch:
-Creo que los tranvías no le traerán a usted, Don Carlos, más recuerdos de los Ballets Rusos.
Bosch rio de buena gana y me señaló otra parada cercana.
-¡Se equivoca usted, amigo! Aquí cerca quedamos citados Falla, Diaghilev, Nijisky y yo con un grupo de gitanos de la provincia de Granada. Diaguilev le había encargado a Falla que ampliara «El sombrero de tres picos» — compuesto en un principio en forma de pantomima por Martínez Sierra—.«El Sombrero» pasó a ser «El Tricornio», «ballet» de grandes proporciones. Aquí había de estrenarlo Voizikovsky. Cuando se enrayaban estos temas españoles, Diaghilev deseaba descubrir buenos bailarines españoles. Habíamos encontrado por fin unos gitanos con excepcionales dotes coreográficas y los citamos en esa parada del tranvía. Diaguilev y yo estábamos desesperados por la informalidad de los gitanos. Llevábamos ya un «plantón» de media hora. Falla, por su parte, estaba de malísimo humor. «¿Qué relación tiene mi música con los gitanos?», se lamentaba. «¿Por qué he de ver a esa gente?» En fin, los gitanos no aparecieron y Falla respiró tranquilo. Nunca volvimos a ver a aquellos señores, que despreciaron olímpicamente la oportunidad de ser «lanzados» por Diaghilev.
Y mientras llegaba el tranvía — era de esos tranvías discretos que le dejan a uno tiempo para todo — me contó don Carlos que cuando Diáguilev se llevó «El Tricornio» por el mundo, Falla esperaba que le girase sus derechos de autor. Pero, en vez de recibir dinero, recibía una gran profusión de telegramas, en los que Sergio Pávlovich —gran telegramómano— le enviaba afectuosos saludos. Cuando regresó Diáguilev a España, ni siquiera telegrafió su llegada a Falla. Este fue a verlo y se le quejó. «Mon cher Manuel» — le contestó Sergio —, mientras no tenía dinero, le agasajaba a usted con telegramas. Ahora, como traía con qué pagarle, no le he enviado ninguno. El dinero es lo más elocuente; ningún telegrama puede comparársele.»
Y, en esto, pasaron junto a nosotros unas muchachas que venían del Estudio de danza del maestro Gerardo. Una llevaba envueltas unas zapatillas nuevas. Demasiado estrechas. Resulta que aún no sabemos hacer buenas zapatillas de clásico. Otra de las chicas estaba entusiasmada porque le había salido bien una arabesca... Ya dentro del famoso tranvía, dije a Bosch:
—¿Ha visto usted? La rutilante caravana ha sembrado vocaciones por todo el mundo. La tierra no será tan áspera mientras existan pies que sepan rozarla levemente…
—Y cabezas que sepan elevarse, no lo olvide usted — repuso mi interlocutor, pensativo...
Publicado en Destino (Año VIII, No. 382, 11 de nov de 1947)
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