En el invierno de 1930, la mítica bailarina Anna Pavlova (San Petersburgo, 1881-La Haya, 1931) bailó por última vez en nuestro país. Fue en Barcelona durante los días en que se clausuraba la Exposición Internacional de 1929. Era la primera vez que visitaba la Ciudad Cóndal pues, anteriormente, con su compañía solo había actuando en el Teatro Real de Madrid durante la temporada de 1922 al regreso de una gira por América. Era una viajera aparentemente incansable, que llevó su baile por todos los confines del planeta.
Sin embargo, y después de las once exitosas funciones que danzó en el Teatro del Liceo, nada hacía presagiar que moriría antes de un año, el 23 de enero, enfermando de neumonía mientras viajaba de París a actuar en La Haya. Pasada la medianoche ordenó a su doncella: "prepara mi vestido de cisne" y su corazón, agotado de tanto esfuerzo, dejó de latir.
Tengo la suerte de poseer en mi colección de programas el correspondiente a la última actuación en España de la Compañía de Ballets de Anna Pavlova, que tuvo lugar en el Gran Teatro del Liceo el sábado, 25 de enero de 1930.
En el programa, bajo el encabezamiento de la gran estrella y en letras más pequeñas, figura el nombre de quien sería su último parternaire, Pierre Vladimiroff (San Petersburgo 1993-Nueva York 1970).
Fue también alumno de la Escuela Imperial y había danzado roles estelares como el Príncipe de la "Bella durmiente", en la lujosa producción estrenada en 1921 en Londres por los Ballets Rusos de Sergei Diaghilev. También se rumoreaba que había sido amante de la gran bailarina Matilda Kschessinska, razón por la que fue retado a duelo por su pareja y padre de su hijo, el Gran Duque Andrei Vladimirovich.
Aquel sábado de la última función de las once que se habían representado a teatro lleno, se interpretaron tres ballets con gran éxito: "El hada de las muñecas", "Hojas de otoño" y "Bal costumé".
En "El hada de las muñecas" Anna bailaba el papel estelar de la Muñeca encantada. La acción tenía lugar en una tienda de juguetes donde entra un comprador al que se le exhiben los muñecos, escogiendo a la encantada, que se despide del resto de sus compañeros con una gran danza final.
Era un ballet del que -aunque estrenado en la Ópera de Viena a finales del XIX- hubo una producción datada en 1903 de los Ballets Imperiales en San Petersburgo, coreografiada por los hermanos Legat. Entonces, la joven Pavlova no bailaba el papel estelar sino el de Muñeca Española. Cuentan que lo hizo con tal gracia al tiempo que tocaba las castañuelas, que eclipsaba al resto del elenco.
Lo cierto es que Anna Pavlova disfrutaba de la danza española. Su muerte dió al traste con una gira que iba a emprender por Estados Unidos con Vicente Escudero en 1932, tal y como él relata en su autobiografía "Mi baile".
Anna Pavlova en las vivencias de Carlos Bosch
El crítico musical Carlos Bosch tuvo el honor de tratarla personalmente y dejó escritas sus impresiones y recuerdos en su libro "Mnéme" (Ed. Espasa Calpe, 1942):
<<La incomparable Anna Pavlova, que había sido parte en la compañía de Sergio de Diaghilev, no encajaba allí por su arte auténticamente clásico y, dentro de él, su marcada individualidad.
Tanta la tenían Nijinski, Bolm y otras figuras del ballet de Diaghilev; pero su originalidad era innovadora, prestada a la reforma y a las tentativas audaces, mientras la de Anna Pavlova consistía en una acumulación de pasado en su propio estilo sabio y depurado.
Mujer atractiva por cima del sexo, bondadosa por efusividad y por rigurosa conciencia, culta por instinto y por cultivo desde su infancia, calculadora con orden y esplendidez, gran dama de virtud y religiosidad, practicaba su arte como misión social en servicio y servidumbre de belleza. Su trato resultaba atrayente en el directo sentido del vocablo; ni un momento se aislaba la mujer de la artista, formaban el ser; esa cualidad le era tan consubstancial que le daba una naturalidad de sencillez inmaculada, sus palabras acariciaban sin melosidad alguna, su conversación fluía ideas de arte y emoción de vida estética.
Acogía con buena voluntad y se percataba pronto de las calidades de los presentados. Yo tuve la fortuna de ser de sus elegidos, y me satisfizo intimamente el juicio que le merecí, según la referencia del director que le acompañó en la primera visita de su ballet a Madrid, un señor vienés, de peculiar distinción, muy afecto a la señora, como él la designaba. “Sus artículos -me dijo- indican una espiritualidad especial, y la señora le considera como el más penetrado con cuanto es su idea y su arte." No trato aquí de prestarme un éxito fácil y sin prueba, que tampoco supone gran cosa, toda vez que la artista ignoraba nuestro idioma y más se distinguía por su genio artístico que por dotes criticas, sino simplemente de una expansión de afinidad y reconocimiento.
Cuando años después volvió con diferente director le pregunté por aquel otro, de tan señoriles maneras de antiguo régimen vienés, que conocí, y con tono de triste nostalgia, me contestó en lamento: “Murió dulcemente, privándome de su presencia; su recuerdo, en cambio, me acompaña siempre.”
También tuvimos con Anna Pavlova reuniones íntimas, comidas y algunas excursiones por barrios populares, por donde gustaba internarse y observar tipos y costumbres, vistos un poco en falso.
Su marido, director administrativo y empresario, era un hombre de maneras distinguidas, muy gran señor, libre de esa situación desairada de celebridad consorte.
Todos estos espectáculos orientaron a nuestro público, poco acostumbrado a tanta perfección de conjunto y a esa virtuosidad coreográfica.>>
MERCEDES ALBI
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