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David Coria en "Bailes robados", la experiencia de un latido (crítica)

  • Foto del escritor: sertorio
    sertorio
  • 6 mar
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 7 mar


Si hay alguna característica que pueda distinguir al creador del que no lo es, radica en la capacidad de abrir un ámbito inexistente, a aquello que no podemos contemplar en el mundo real.


Indudablemente, David Coria y Cia, en sus “Bailes robados”representado estos días en el Centro del Danza del Matadero de Madrid, nos transportan a ese más allá.


No se trata de ser original por ser original, como se ve en algunos que lo intentan sin lograrlo, porque la chispa de la genialidad prende caprichosamente, sin que influya la voluntad del artista. Sin chispa no prende la llama.


Ante David Coria nos encontramos siempre frente una personalidad de energía desbordante, al que el tiempo va atemperando y acercando al fiel de la balanza. Es un chorro, o mejor dicho, una cascada, porque fluye. Y en “Bailes robados” lo hace junto con Iván Orellana y tres bailarinas: Florencia Oz, Marta Gálvez y Aitana Rousseau, el número mágico de las Gracias, porque a veces se portan como tales. Los cinco formaron un cuerpo que se encadenaba y se expandía. Muy ensayado porque el unísono de los gestos exigía gran coordinación. Fueron creando diferentes escenas con continuidad, dentro de un espacio sonoro excelso, muy variado, pero unificado por el ritmo de la sístole y la diástole del latido.


El gran mérito de David es que es capaz de romper sin quebrar, abriendo un espacio nuevo a la expresión del ballet flamenco, pues encuentra el modo de convertir los componentes artísticos en algo propio e inédito.


Ciñéndonos, por ejemplo, únicamente al ámbito musical ¿cómo podemos imaginar que en "Bailes robados" no hay guitarra, pero sí un saxo y un violonchelo? Es casi prodigioso el dominio del campo sonoro, que no puede deberse más que a la presencia de artistas como David Lagos, cuya voz profunda se suma a la de Isadora Oryan, con tintes de cantigas y la estética de su violonchelo; y el saxofón de Juan M. Jiménez, junto con Jesús Torres.


Se sentía el peso de una herencia estética muy profunda de raiz grecolatina (frisos), pero también europea (Flamencos en Route).


Las imágenes que el espectáculo ha trazado tienen naturaleza onírica, son como una especie de caleidoscopio de iluminación tenue, que empieza en blanco y negro evolucionando hacia una luz alejada de cualquier estridencia. Los palos flamencos son muy reconocibles, pero su tratamiento en el baile es profundamente personal: una farruca de David; unas sevillanas en la que las bailarinas nos recuerdan a los patitos de El Lago de los Cisnes; una soleá por bulerías de David; danza con bastones… Para terminar con pasos inspirados en folklore, donde las bailarinas mueven vaporosos tules de colores (también muy original el diseño de vestuario).


Todos danzan y quizás ese final con ritmos de tarantela y pasos de muñeira sea un símbolo de que si las danzas estaban prohibidas -aunque en este terreno la falta de apoyo institucional sea la verdadera "prohibición"-, venció la libertad y la genialidad de David Coria.


“Bailes robados”, me encanta.


MERCEDES ALBI

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 

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