<<En la escena era un “cisne moribundo” lleno de gracia y belleza. Solo sus amigos conocían la parte vital y llena de cordialidad de la gran Ana Pavlova>>
Era la peor jugadora de poker que he conocido. Cuando tenía buenas cartas tarareaba alguna musiquilla, charlaba o miraba alrededor de la habitación con un aire de despreocupación, tan estudiado que todo el mundo se daba cuenta de que tenía por lo menos un par de ases. En cambio, si le salían malas cartas se ponía tan triste como si fuera a acabarse el mundo.
Así era la Ana Pavlova que yo conocí. Para el mundo entero era la más grande de las bailarinas, la artista que aun en vida llegó a ser una figura legendaria. Incluso en nuestros días su nombre es conocido por personas que no van nunca al ballet, o que ni siquiera se interesaban por él, pero para quienes la Pavlova significaba una especie de mito, una figura casi irreal a la que el tiempo ha rodeado de una aureola de grandeza inmarchitable. Yo prefiero recordarla como uno de los seres humanos más cordiales y más llenos de vitalidad de cuantos he conocido en mi vida.
El público actual, que sólo la ha visto bailar en trozos de películas viejas y malas, la considera como la más lejana de las estrellas del firmamento. Su rostro parecía una máscara exquisita, con sus grandes ojos oscuros, delicadas facciones y su distante expresión de melancolía. Tenía un aspecto deshumanizado, remoto y etéreo; parecía un cisne moribundo, una princesa de cuento de hadas. Su tenue ropaje blanco, su severo peinado y su pálido maquillaje la asemejaban a un ser infrahumano.
Esta era la Pavlova que veía el público. Y, sin embargo, en los 57 años que llevo representando grandes artistas, no he conocido a alguien que tuviera tantas ganas de vivir.
Jamás olvidaré la primera vez que hablé con ella. Yo tenía ya bastante fama como empresario. Mi admiración por Pavlova era tal que todas las tardes me mezclaba con el público del viejo teatro Hippodrome de New York para verla bailar. Cierta noche, un amigo se ofreció a llevarme al escenario para presentármela. Preparé mentalmente unas breves frases en inglés y en ruso. Pero cuando llegué a su camerino no pude ni abrir la boca. Ella me extendió la mano y yo me limité a inclinarme torpemente para besársela. Cuando me invitó a cenar con ella sólo pude asentir con un movimiento de cabeza. Mi sueño se había hecho realidad.
¿Qué clase de restaurante creen ustedes que escogió aquella grandiosa artista de la danza? Yo me la imaginaba en un ambiente exquisito saboreando delicadamente un huevo de avefría. Pero con gran sorpresa por mi parte, ella eligió un café al aire libre, en el parque Palisades, en Nueva Jersey, donde pidió un grueso filete con patatas fritas y un helado. Al terminar la cena (yo apenas había probado la mía), retiró la silla y, levantándose, dijo con pícara sonrisa:
-¡Bueno, ahora vamos a divertirnos un rato!
Siguieron las sorpresas. La idea de la diversión que tenía la Pavlova consistió en un recorrido por los juegos del parque. Se reía infantilmente al ver nuestra imagen desfigurada en los espejos cóncavos, gritaba cuando nos precipitábamos por la pendiente de la montaña rusa y acabó arrastrándome a la pista de baile donde nos marcamos un fox trot muy aceptable.
Maretazo
Así era la mujer cuya gracia incomparable hizo que el dramaturgo John Van Druten la comparese con “el viento que pasa como una sombre sobre el trigal”. Van Durten no la había visto nadar. Aunque adobaba el agua, la Pavlova era increíblemente torpe en aquel medio. Movía los brazos y las piernas, pero cada uno en diferente dirección. En el trampolín era aun peor. Aquel dechado de belleza, tan espiritual en la escena como un rayo de luz, chocaba con el agua tan desmayadamente, con las piernas tan abiertas, que lanzaba al aire un torbellino de espuma, dando la impresión de un maretazo en miniatura. Cada vez que se tiraba del trampolín me echaba a temblar.
Ana Pavlova no tuvo hijos propios, pero mantenía en París un hogar destinado a treinta niños refugiados. Cuidaba a las muchachas de su compañía como una gallina a sus crías, y se consideraba personalmente responsable de su bienestar. Todas ellas recibían su correspondiente regalo el día de su cumpleaños, elegido cuidadosamente por la propia Pavlova. En 1923 envió numerosos paquetes de provisiones a Rusia; todavía recuerdo algunas bailarinas de los teatros Bolshoi y Marinsky haciendo cola para recoger paquetes de víveres que la Pavlova enviaba a Rusia en 1913, todavía se sigue reverenciando su nombre en aquel país.
Artista nada
Ana Pavlova realizó casi toda su labor artística fuera de Rusia. Probablemente ha sido la persona que más ha contribuido a difundir el ballet en todo el mundo. En el curso de su carrera recorrió 800.000 kilómetros y bailó ante un incalculable número de personas. Y no debemos olvidar que ninguno de estos viajes los hizo en avión.
En todo el tiempo que fui representante suyo jamás faltó a una función. En cierta ocasión creí que tendría que suspender la representación de un teatro en Jackson (Missisippi). El local era un viejo garaje que en vez de escenario tenía una simple plataforma, y en lugar de camerinos solo había unas cuantas cortinas colgadas en un sótano plagado de ratas. Pero la Pavlova no se quejó de tantas incomodidades.
-Quiero que la gente me vea bailar-declaró. Y actuó tan tranquila. En otro teatro, el techo tenía un agujero tan grande que la lluvia que caía dentro empapaba el vestuario y el decorado, y la Paulova tuvo que bailar chapoteando en los charcos que se habían formado en el escenario.
En el intermedio me dijo:
-Es maravilloso. No necesitamos ni siquiera luces; los relámpagos nos sirven de focos.
No se crea por esto que la bailarinas era precisamente un dechado de paciencia. Más de un infortunado empresario recibió un golpe de zapatilla de baile y algunos insultos en ruso. Sabía palabrotas en ruso, polaco, francés e inglés. Cuando se enfadaba consigo misma se santiguaba varias veces y rezongaba en ruso; habitualmente decía chort, que significaba “demonio”. Todavía recuerdo su forma de reprender a algún elemento de su compañía:
-¡Contéstame!- exclamaba con aguda voz. Y a renglón seguido añadía: ¡Cállate!
Era capaz de la más inflexible disciplina. Cierta vez, estando la compañía en Washington, no se anunciaron ensayos para el día del estreno. Pero aquella noche, diez minutos antes de la hora se levantó el telón, la Pavlova ordenó que toda la compañía se alineara en el escenario. Lenta y deliberadamente fue preguntando a cada uno de los artistas:
-¿Has ensayado hoy?- Todos contestaron negativamente.
Ana les dijo fríamente:
-Yo soy bailarina. Vosotros sois bailarines. Pero mientras yo practico no hacéis nada. Por lo tanto, ensayaremos ahora mismo.
Y, mientras el público impaciente protestaba al otro lado del telón, Ana Pavlova retrasó la función media hora mientras daba clase a toda la compañía.
Lágrimas por el Zar
Ana Pavlova nació en San Petersburgo, en 1881. Su padre murió cuando ella tenía dos años, y su madre quedó casi en la miseria. Cuando tenía diez años ingresó en la Escuela de Ballet de San Petersburgo, donde la alimentaron a base de aceite de hígado de bacalao para que engordase.
El zar Alejandro III y la emperatriz visitaban a veces la escuela y tomaban el té con las niñas. Cierto día el Zar sentó a una de ellas en sus rodillas; al verlo, la pequeña Ana comenzó a llorar. El Zar preguntó qué le pasaba, y la niña, sollozando, contestó que ella también quería sentarse en sus rodilla. El gran duque Vladimiro la cogió en sus brazos, pero Ana continuó llorando e insistiendo en que tenía que ser el Zar.
El baile que más emocionaba a Ana Pavlova tenía una coreografía hecha por ella misma. Se titulaba “Hojas de otoño”. Todavía me parece estar viendo sus ojos llenos de lágrimas cuando salía del escenario después de haberlo bailado. Aquel número se lo había dedicado a un joven que había conocido en Rusia y que había muerto ahogado. “Hojas de otoño” era el homenaje que rendía a su memoria.
Cierta vez, me dijo:
-Para ser un gran artista hay que haber amado. Hay que conocer a fondo el amor.. y saber prescindir de él.
Ana Pavlova disfrutaba cuando estaba rodeada de gente. Tenía una hermosa mansión cerca de Londres a la que acudían frecuentemente personajes como Bernard Shaw y Feodor Chaliapin. Le gustaba mucho dar fiestas en su casa, y las planeaba hasta en sus menores detalles.
Navidad en Ecuador
Su bondad era legendaria. Cuando el negocio iba mal (como ocurrió cierta vez en Chicago) se negaba a cobrar.
-Yo no quiero dinero- me dijo-. Si puede, págueles a los jóvenes de la compañía.
Un año que navegábamos hasta Ciudad del Cabo, en África del Sur, los miembros de la compañía iban tristes porque estarían lejos de casa el día de Navidad. En efecto, cruzarían el ecuador precisamente el 25 de diciembre. Pero Ana les reservaba una sorpresa. Mientras el buque atravesaba el ecuador hizo que todos ser reunieran en la suite que ella ocupaba a bordo; en uno de los salones había colocado un gran árbol de Navidad completamente adornado; de sus ramas colgaban regalos para todos los miembros de la compañía.
Una vez que bailaba en Río de Janeiro se enfureció porque el telón no bajaba bien. En vista de eso se negó a terminar la representación y abandonó la escena como una tromba. Al salir le salió al encuentro una mujer con una niña que el preguntó por qué se marchaba. Cuando Ana se lo explicó, la niña se echó a llorar, diciendo:
-¡Pero mamá me prometió que usted bailaría la danza del cisne!
La mujer aclaró a Ana que, efectivamente, había llevado la teatro a su hija como regalo de cumpleaños. La Pavlova se inclinó, besó a la criatura y le prometió reanudar la representación. Diez minutos más tarde estaba otra vez en escena bailando para la chiquilla.
El ballet que interpretó para la niña se llamaba “La muerte del cisne”, y no sólo era su máxima creación, sino que el público aun sigue asociándolo al nombre de Ana Pavlova. En él representaba la agonía de un cisne tan magistralmente que parecía no constarle esfuerzo alguno en interpretarlo. A la bailarina se la recuerda por esta obra no sólo por la increíble técnica que desplegaba en ella, sino por la enorme sensibilidad y la madurez de su genio artístico.
Poco después de su muerte, ocurrida en 1931, el director Constant Lambert dirigió en Londres “La muerte del cisne” en una velada conmemorativa. Al sonar las primeras notas, el telón se levantó ante un escenario vacío y a oscuras. Un proyector lanzaba un haz de luz sobre la bailarina ausente, siguiendo luego su invisible presencia por todo el escenario. El público londinense se levantó y se mantuvo en pie rindiéndose un silencioso homenaje, mientras la orquesta interpretaba la música de Saint Saëns con la que Pavlova ha quedado identificada para siempre.
La última vez que vi a Ana Pavlova fue en otoño de 1930. Me encontraba en París desde donde pensaba tomar un buque para regresar a Nueva York. La artista, que actuaba en Londres, me telefoneó para pedirme que me embarcara en el puerto inglés de Southampton, a lo cual accedí encantado.
A pesar de la humedad y del frío reinantes, la Pavlova acudió al buque, examinó mi camarote, se aseguró de que mi cama era cómoda y le pidió al sobrecargo que me atendiera bien. Como si yo fuera un niño, me aconsejó lo que debía comer, que no dejara de hacer ejercicio y que durmiera mucho. Las personas que estaban presentes trataron de hacerla desembarcar en seguida, por temor a que se resfriara. Pero ella se volvió y dijo con voz trémula:
-¡Silencio! Quizá esta sea la última vez que yo lo vea.
Y así fue. Tres meses después fallecía. Murió en La Haya a consecuencia de una pulmonía doble. A las tres de la mañana se despertó con fiebre. Llamó a su doncella y le pidió que le sacara del equipaje el traje que vestía en “La muerte del cisne”. Luego, pidió que le notificaran a su apoderado que se encontraba bien y que reanudaría los ensayos al día siguiente. Una hora más tarde dejaba de existir. Tenía 49 años.
Volví a Londres la primavera siguiente a su muerte. Era la primera vez que visitaba Europa después de muchos años sin verla a ella. Fui al Golder´s Green Crematorium, cerca de donde Ana había vivido, y el pregunté al conserje donde estaban las cenizas de Pavlova.
-Muro Este, 3-7-11- me respondió.
Aquello era todo lo que quedaba de Ana Pavlova. Allí en la escalinata de piedra, delante del Muro Este, 3-7-11, deposité un pequeño ramo de violetas.
Era su flor favorita.
SOL HUROK
(Revista Selecciones, 1968)
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