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Un Lago de buenas sensaciones


El Ballet de San Petersburgo de Andrei Batalov ha regresado a su lugar, porque en estas fechas que inician el estío, siempre suele visitarnos en el Teatro EDP Gran Vía. La grata costumbre de su presencia, se vio bruscamente interrumpida a consecuencia de la paralización provocada por la pandemia. Es justo reconocer el gran esfuerzo realizado para traerlos -con premisos y pruebas PCR incluidas-, a cargo de su productora Tatiana Solovieva.


Es una compañía muy querida por el público, un flujo de energía muy especial recorre el patio de butacas. No en vano ha sido galardonados en dos ocasiones con el Premio del Teatro Rojas, un galardón que conceden los espectadores por votación.


“El lago de los cisnes” es una apuesta segura. Hay un misterio que toca siempre profundamente al espectador, ya sea por su música o por la historia de amor que narra a través del gesto y de la danza, que le conecta con su propia naturaleza, despertando ese resorte de emoción que nos diferencia del resto de lo creado, pues tal y como el antropólogo Levy-Strauss definió, el ser humano es un primate mítico-poético. El Lago contiene dentro de sí el mecanismo de ese resorte atávico que hace que nos conmovamos con lo bello, y que transita por encima del tiempo de generación en generación.


Nadie duda sobre lo que va a ver y no cansa revisitarlo infinitas veces, porque el peso de la obra, su toque maestro, en esta ocasión, reposa principalmente en sus dos protagonistas, el príncipe Sigfrido y su “princesa” encantada, Odette-Odile, clave de bóveda del espectáculo.


Y es que en el estreno gozamos de una Odette de excepción, María Yakovleva, quien nada más aparecer en escena generó ese movimiento especialmente eléctrico que se llama sensación. Fue un Cisne Blanco etéreo y conmovedor, con un movimiento de brazos exquisito. En el Cisne Negro superó con solvencia la prueba de las 32 fouettés, con alternancia de dobles y simples, que terminaron con un sonoro aplauso.


Ievgen Lagunov como Sigfrido, destacó por su perfecta técnica, limpia y elegante, carente de excesos, con una impronta de estilo muy “petersburguesco”.


Es de señalar la buena coordinación que tuvieron las bailarinas al danzar la popularmente llamada “danza de los patitos”, que, sin embargo, contrastaron con otras partes de no tan feliz ejecución de conjunto, imputables al período de inactividad de más de un año y medio sufrido por la compañía, que seguro superarán en unas cuantas funciones, siempre necesarias para su correcto asentamiento en un escenario un poco más pequeño del acostumbrado.



Nos fuimos del teatro felices de haber recuperado el placer de reencontrarnos con la joya que cada temporada se nos ofrece en el hermoso cofre que alberga el Ballet de San Petersburgo de Andrei Batalov.


MERCEDES ALBI



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